La Guzmán con tinta y lápiz

¡La Guzmán no me lee!

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La historia es real. Quise olvidarla, pero a fuerza de intentarlo, solo he conseguido revivirla. Referiré lo sucedido por una sola razón: No puedo ignorarlo. Y, por si fuera poco, algunos fans insisten en recordarlo. Escribiré mi versión, tal vez un día pueda leerla como una anécdota más.

Fue en octubre del 2019, en el Auditorio Metropolitano, aquí en Puebla. No quiero explicar con más líneas el sentimiento que conlleva ser un seguidor de Alejandra Guzmán. Quizá me crean, quizá no, pero pocas veces he encontrado tanta seguridad en el mundo como cuando escribo y digo: “¡Soy fan de La Guzmán!”.

Creo tener todas las características de los fanáticos: Sensible, obstinada, nerviosa y siempre, -aunque lo niegue-, en mi interior guardo la cada vez más pequeña esperanza de que un día Alejandra sepa quién soy y cuánto la admiro.

Probablemente para liberarme de una obsesión que ni siquiera resulta clara para mí; desde niña -como muchos fans- quise hacer algo para ella. Esa extraña necesidad que va más allá de la admiración no se conforma con comprar discos, canciones ni boletos de conciertos. Es una necesidad que pretende demostrar -como si fuera necesario- que admiramos y queremos a La Guzmán.

Y las ideas eran tan extravagantes y raras que iban desde intentar correr un maratón con la leyenda “Alejandra Guzmán soy tu fan” bordado en la espalda de la playera, hasta explorar el mundo del arte: total; la inspiración existe.

Aún no terminaba la primaria y yo quería dibujarla, dibujarla como lo harían los verdaderos artistas, dibujarla con esa expresión tan de ella, dibujarla como es: eterna, inmensa, infinita. La falta de talento hizo que mis hojas blancas, los lápices y mis intenciones fueran insuficientes. Así que después opté por la fotografía, el diseño y hasta la escultura. Siempre algo falló. Nada se igualaba a La Guzmán. A través de un montón de materiales y colores me di cuenta que lo único que buscaba era enfrentar al olvido, ése que inminentemente deforma la vida.

Mis ideas siempre fueron opacas y burdas, así que, no siendo capaz de hacer algo verdaderamente extraordinario, opté por sentarme frente a una computadora y escribir, escribir cada detalle, por insignificante que fuera, con tal de recordarlo todo o por lo menos casi todo.

Un día, descubrí que había guardado cientos de archivos dedicados a ella. Estaba segura: Si mis textos no eran lo suficientemente poéticos ya eran un montón, quizá por número de letras ya podrían considerarse especiales -a veces soy tan ilusa- y entonces, me atreví a pensarlo: Solo en manos de Alejandra valdrían la pena.

La escena me volvía loca: La Guzmán con sus enormes ojos, su sonrisa siempre roja, sus manos blancas, delgadas y tatuadas sosteniendo alguno de mis extensísimos escritos. ¡Qué maravilla! y ¡qué miedo! Miedo de nuestros propios deseos.

El 4 de octubre de 2019 sucedió. Alejandra Guzmán cantaría en Puebla. Para los fanáticos cualquier evento de nuestros artistas se vuelve un torrente de expectativas que acaparan el día y la noche. No exagero si nombro al insomnio.
Un teléfono bastó para llamar a Manuel, el diseñador, el mismo que sin ser fan tiene toda la disposición y entrega para escucharme, diseñar y materializar mis ideas. Esas ideas que muchas veces ni siquiera son claras.

Juntos, durante 5 tardes y como niños chiquitos que guardan un secreto, hicimos dos álbumes que realmente parecían libros o libros que parecían álbumes; no sé ni qué hicimos, pero me pareció que era lo único que alguien como yo, le podría dar a alguien como ella, a alguien como La Guzmán.

No soy una tipa con demasiada creatividad, la verdad es que yo solo escribo textos, enormes textos (ni siquiera puedo hacerlos cortos o con dibujitos), así que el diseño editorial, las imágenes, la portada, las fotos y todo lo que yo no pude hacer, Manuel lo hizo por mí. Todavía recuerdo cuando juntos, Manuel y yo, fuimos a reclamar porque nuestro libro no estaría a tiempo. Entonces entendí que alrededor de cada detalle para Alejandra Guzmán también están esos amigos que quizá sin entender qué significa ser fanático, siempre están dispuestos a sentir, a vivir casi igual que nosotros. Manuel se volvió enérgico y por un momento sentí que estaba tan nervioso como yo. Nos hicieron sufrir un poco, pero al final lo consiguió. La mañana del jueves 3 de octubre llegó a mi trabajo con dos cajas de madera que abrí temerosa pero emocionada. “Tus libros” me dijo.

No puedo describir esa sensación. Quizá debí llorar. Todo se amontonó en mi garganta, lo pude sentir: Las primeras palabras que escribí para ella en ese apenas 4to. de primaria, la idea de un libro, mi obsesión por el olvido, la memoria que poco a poco me abandona, la idea hacer algo para Alejandra, por fin algo para Alejandra…Volvió la esperanza.

El 4 de octubre llegué al Auditorio Metropolitano. Todo tendría que resultar. Mis hermanos y amigos estaban conmigo, cargaba emocionada mis libros, tenía asientos en primera fila. En Puebla, una primera fila significa una verdadera cercanía con el artista. No existen esas rejas ni ese espacio que se hace inmenso cuando buscamos al menos un contacto visual con ellos. Juro que, desde esa primera fila, incluso el perfume de Alejandra Guzmán podía percibirse. Yo tenía una estrategia que no debía fallar y, aun así, en ocasiones la inercia del destino tiene poco o casi nada que ver con nuestros deseos. Hay momentos en los que la realidad transformada en un endemoniado monstruo abre su inmenso hocico para devorarnos. Algo así sucedió. No sé por qué, pero sentí una especie de desconsuelo, como si poco a poco y, sin saberlo, me aproximara a la garganta de un diabólico ser. Una imagen fantasmal susurraba en mi oído: “En la Arena Ciudad de México, el 7 de septiembre del mismo año, Alejandra bajó del escenario, saludó a sus fans de primera fila y no importó lo mucho que estiraras tu brazo, ella te ignoró”.

Tenía miedo, no puedo ni quiero negarlo, ¿para qué contar mi historia si no está escrita con honestidad?
El concierto empezó. No sé si algún otro momento de este mundo se comparé al inició de un concierto de Alejandra Guzmán; y es que, si yo tuviera que definir el cielo con aspectos terrenales; para mí sería ese instante, ese fragmento de segundo cuando las luces se apagan, los acordes suenan, la piel se enciende y ella aparece. Esos instantes huelen tanto a eternidad que me hacen agradecer a Dios, a la vida, a Alejandra, a sus fans y quizá a mí, a mí que no he dejado de sentir.

El tiempo, como siempre ocurre para quienes tienen una misión que cumplir, se adelantaba a toda expectativa. Yo tenía aproximadamente dos horas para intentar que Alejandra tomara mis libros. Sabía que, si ella lo hacía al iniciar el concierto yo podría disfrutar ese tiempo sin aquellos fantasmas que no se iban de mi cabeza. Pero, si ella no tomaba los libros, los fantasmas terminarían por destruirme.

Tal vez fui imprudente, precipitada, irresponsable, probablemente el miedo me envolvió; todavía no lo sé. Desde que Alejandra apareció en el escenario, no paré de gritar y enseñar mis libros. No puedo negarlo, sentí pena por mí, pero a la vez sabía que solo tenía ese “ahora”. El tiempo es limitado y finito para quien no puede esperar, y en medio de tanta euforia y algarabía creo haber visto en Alejandra un aire de indiferencia, una clara reacción por no querer, por ni siquiera intentar recibirlos.

Los minutos comenzaron a ser mis enemigos, el drama que vivimos los fans me asfixiaba, la imagen de una Alejandra lejana que no estrechaba mi mano parecía burlar mi mente. Dos segundos, yo solo necesitaba dos segundos para cambiar la historia, necesitaba que Alejandra tomara los putos libros. La desesperación se apoderaba de mí.

En un concierto, los gritos son tan intensos que hacen inaudible el clamor de los fanáticos, ese clamor silencioso que suplica por que sus ídolos los volteen a ver. Yo lo había vivido y también lo había visto: Rosas que no llegan a ella, peluches que se abandonan en los asientos vacíos al final del evento, cartas pisadas en las escaleras. Los fanáticos cargamos la historia de todos los seguidores del universo. ¡Por favor, que alguien me ayude a cargar la mía!, –pensé–.

Yo sé, de sobra sé que Alejandra no resolverá ni una sola de las miserias de mi vida, pero en ese concierto parecía todo lo contrario.
Inició la décima canción, no había música, transcurrían esos breves segundos en los que el público parece detener el tiempo o quizá hubo un pacto secreto con mi eterna súplica. Alejandra se acercó a recibir las flores de un chico que estaba justamente a mi lado y entonces; hice mi último intento: “Ahorita te los firmó”, dijo ella.

No, no, yo no quería ninguna firma. “Es para ti, ella te los hizo”, gritó mi amiga que sentada a mi lado era testigo de mi casi desintegración emocional.

“¡Qué bien chingas, ¿qué quieres, que me ponga a leer aquí? La gente se me va y luego qué voy a hacer; además, a mí me caga leer, aunque mis maestros de primaria se enojen”. Contestó Alejandra mientras arrugó sus enormes y expresivos ojos como quien hace un esfuerzo por ver frente a las intensas luces que evidentemente lastimaban – quizá del mismo modo que mis gritos– su mirada. Se inclinó hacia a mí y, probablemente más por una presión del público que por una verdadera iniciativa, tomó los libros.

No tengo muy claro en qué momento, pero sé que durante ese diálogo grité: “Se me va la vida” Y era verdad, quizá por eso “chingaba” tanto, porque no es metáfora ni hipérbole literaria, yo sentía que la vida se me iba y Alejandra no tomaba mis mentados libros.

En medio de un concierto sentí la misma fragilidad de una burbuja de jabón, quizá la misma que sentí envolverme para alejarme de una realidad horrorosa.

¿Por qué los recibiste, Alejandra? ¿Habrá sido por que en verdad terminé chingando más de la cuenta?, ¿habrá sido porque necesitabas que te dejara en paz?, ¿habrá sido por mí?

Sé que Alejandra no ha estado bien. Ella es increíble y no es ningún “pedazo” de artista, ella es una artista completa, pero el dolor era notorio. A Alejandra ese dolor físico y ese dolor emocional no la han dejado en tranquila. Y no quiero que suene a justificación porque Alejandra Guzmán no la necesita. A veces simplemente intentamos con tanta fuerza gritar lo que sentimos que nuestro eco termina por lastimar. Si eso sucedió, aquí la única culpable soy yo.

El evento terminó. No puedo negar que a diferencia de otras tantas veces regresé a casa con un cierto dejo de aturdimiento. Alejandra tenía los libros, después de todo el objetivo se logró, pero… ¿qué fue exactamente lo que sentí? No, decepción nunca, yo jamás me decepcionaría de Alejandra. ¡Nunca! Además, en todo caso la decepción era por mí. Por mí que no soy capaz de hacer algo mejor; y es qué de verdad ¿qué alcances los míos?, ¿qué tontería pensar que algo tan verdaderamente ridículo tendría que ser del agrado de una estrella como Alejandra? Pues si no estábamos en la escuela, ella lo dijo: “me caga leer, aunque mis maestros de primaria se enojen”. Y es verdad, pinches libros de primaria se me ocurrió escribir. ¿Qué esperaba?, ¿que sentados todos empezáramos una poesía coral? ¿A quién putas se le ocurre eso? Regalarle a una estrella de Rock un pinche libro escrito por una fanática cuando la fanática no es ni siquiera escritora profesional. A veces parece que sigo teniendo los mismos 12 de años de cuando la vi por primera vez.

He escuchado tantos comentarios sobre este incidente, incluso, hay quien dice que Alejandra expresó una innecesaria sinceridad. Pero todo es falso. Ella es así, así la quiero y así la elegí. Ella es una estrella de Rock, no catedrática de ninguna universidad. Y yo, yo soy una fan, no una estudiante entregando la tesis. Y, ultimadamente yo,  yo que soy una obsesiva del recuerdo y la memoria, no ubico ningún instante en mi cabeza ni entre mis miles de textos que aún conservo, en el que Alejandra me hubiera pedido que escribiera para ella. Así que, ¿por qué tendría que agradecerme algo que jamás pidió?
No, ella no es responsable de ninguno de mis sentimientos. Y, sin embargo, yo no puedo negar que esa noche algo raro se atoró mi garganta.

Quisiera encontrar las palabras para definir lo que sentí, lo que viví y ni siquiera eso puedo. ¡Qué ironía! ¿Cómo me atreví a escribir tantas y tantas hojas si soy incapaz de explicar un solo sentimiento? ¿Cómo pretender que Alejandra me leyera?, ¿será que de verdad el fanatismo nos enloquece o soy yo, yo que no entiendo, por más que intente, no entiendo ciertas cosas?

El lunes siguiente Manuel marcó mi teléfono. Era claro, quería saber lo qué había sucedido, pero por alguna razón, no se atrevió a preguntar. Casi al colgar, y como quien dice algo que realmente quiere callar, le dije: “Ah, por cierto, Alejandra tomó los libros”. No volvimos a hablar del tema. Aquella emoción de unos días antes se había desvanecido.

Nunca sabré el paradero de aquellos libros. Me he conformado con saber que, en un lugar de mi memoria yace la imagen de una Alejandra Guzmán bellísima, vestida de azul, mirando la portada de aquellas memorias.
Han pasado meses de aquel evento. Yo misma he escuchado diferentes versiones, así que por ello quise escribir la mía.

No quiero ojos con irónico brillo, la ironía le pertenece a Dios, tampoco quiero compasión ni tristeza y mucho menos que se ofendan por mí.
Ella es Alejandra Guzmán y ella, así, como es, con lo que dice y piensa sigue siendo mi única estrella.

Hoy lo sé, no deberíamos soñar tanto y aún así  he vuelto a hacerlo: Durante las noches escribo para ella un libro sin letras.

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